
1. El Evangelio y el amor
El Evangelio es la historia del amor de Cristo. Es la buena noticia que la Iglesia proclama y, al mismo tiempo, el mensaje de salvación de Dios transmitido a nosotros a través de la vida y las enseñanzas de Jesucristo. Podemos comprobar en muchos pasajes de la Biblia por qué este Evangelio está inevitablemente vinculado al ‘amor’ y por qué muestra la expresión más sublime del amor sacrificial. Tal como algunos estudiosos de la Biblia afirman que el capítulo 15 de Lucas es “el que mejor explica el Evangelio”, en él se encuentran la esencia de la salvación y del amor. A la vez, la naturaleza del Evangelio radica en la transformación de la vida, y dicha transformación es, en última instancia, el camino a la verdadera humanidad, es decir, el restablecimiento de la “imagen de Dios” que reside en nosotros. Sin embargo, para que este Evangelio no se limite a una emoción humana o un momento de excitación pasajera, sino que se convierta en un “amor” aplicado a la vida cotidiana, su origen debe estar en Dios y su realización práctica debe manifestarse como “sacrificio”.
Mucha gente considera que el Evangelio es algún tipo de doctrina o sistema de fe que la Iglesia debe transmitir. Sin embargo, el Evangelio que Jesús mostró con Su propia vida es, literalmente, “el amor que entrega todo por una sola vida”. El capítulo que describe analíticamente la esencia de ese amor es 1 Corintios 13. Allí, el apóstol Pablo explica de manera muy lógica y detallada las características del amor con un lenguaje propio de una sociedad urbana. El pasaje que comienza con “El amor es paciente, es bondadoso. No es envidioso…” (1 Co 13:4 y ss.) emplea un lenguaje universalmente comprensible en cualquier parte del mundo. Pero lo importante es entender que no se trata de un simple precepto moral o cortesía, sino del “amor sacrificial que Cristo mostró en la cruz”.
Hacia el final de 1 Corintios 13, Pablo afirma: “Entonces conoceré plenamente, como Dios me ha conocido” (1 Co 13:12). Con ello equipara el ‘conocer’ con el ‘amar’. En hebreo, el término ‘conocer’ no se limita a adquirir información, sino que implica una comunión personal y una intimidad profunda. Por ello, el amor conlleva un aspecto relacional de comprensión y aceptación mutua. Allí, la expresión “Entonces conoceré plenamente, como Dios me ha conocido” se puede interpretar como: “Así como el Señor me amó, yo también llegaré a amar completamente al Señor”. De esta manera, la esencia del amor se arraiga en la comunión íntima con Dios.
Tal como enseña 1 Juan 4:19: “Nosotros amamos porque Él nos amó primero”, el Evangelio anuncia que Dios nos amó primero. Decimos que “aprendemos” a amar porque Dios nos amó en primer lugar, y es en ese proceso de asimilación de Su amor que también nosotros nos convertimos en seres capaces de amar al prójimo. Así, el Evangelio nace por entero del amor y del sacrificio de Dios, y está dirigido a todos, incluso a publicanos y prostitutas. Jesús se humilló hasta la muerte, y en esa humillación y sacrificio se manifestó con toda claridad el amor de Dios.
En Romanos 10 se dice: “Porque con el corazón se cree para alcanzar la justicia, y con la boca se confiesa para alcanzar la salvación”. La fe implica que primero se abre el corazón y, de ese corazón, brota espontáneamente la confesión. Existen diversas maneras de que el corazón se abra. A veces, la comprensión intelectual se produce antes y entonces el corazón se dispone; otras veces, el corazón se abre primero y luego llega la comprensión intelectual. Lo crucial es que, en definitiva, ambas dimensiones —corazón y entendimiento— se muevan conjuntamente para que la fe y la práctica del amor sean completas. Así como los griegos destacaban que el ser humano es un ente racional, es muy importante reflexionar por qué el Señor nos salva y por qué debemos creer en Él. Sin este discernimiento, nuestra fe podría convertirse en una costumbre o en un acto meramente formal.
¿Entonces qué es el amor en términos concretos? La Biblia expone de manera consistente que el amor es ‘sacrificio’. Un ejemplo histórico muy conocido es el descubrimiento, tras la erupción volcánica que sepultó Pompeya, de los restos de una madre abrazando a su hijo. Quedó petrificado el instante en que la madre usó su cuerpo para proteger a su hijo, con el fin de salvarle la vida. Esto ilustra con cuánta fuerza el amor impulsa a preservar la vida. La naturaleza de los seres vivos suele inclinarse a la autopreservación. Cuando una planta rompe la tierra para salir a la luz, compite por la supervivencia más que ceder espacio o recursos. Sin embargo, el amor, a diferencia de esta tendencia natural, posibilita “abrir camino y proteger a otro ser” a costa del sacrificio de uno mismo.
Confesamos que la vida de Jesucristo, en especial Su muerte en la cruz, es la cumbre del “amor sacrificial”. El acontecimiento de la cruz se convirtió en el acto de amor más dramático, pues un ser puro y sin pecado murió por la salvación de los pecadores. Tal como enfatiza el pastor David Jang en varias de sus prédicas y conferencias, la clave del Evangelio se encuentra precisamente en ese sacrificio. La muerte del Señor no se reduce a un mero símbolo o rito religioso; es la expresión tangible de “así de grande es Mi amor por ustedes”. En el mundo existen incontables expresiones de amor, pero el “amor que se entrega sin reservas” es su forma más sublime, y precisamente esa es la esencia del mensaje que el Evangelio cristiano transmite.
Una vez que comprendemos este amor, nos damos cuenta de que el sacrificio no es en vano. Si analizamos la palabra ‘sacrificio’ en chino (犧牲), observamos el carácter que simboliza al buey (牛), un animal que, a lo largo de su vida, ara el campo y ayuda en todo al labrador, y al final entrega su carne, piel, huesos e incluso la cola. Del mismo modo, Jesús nos mostró la grandeza de Su amor al dedicar toda Su existencia para nosotros. Esto no ocurrió mediante actos ostentosos o solemnes, sino a través de una entrega humilde y cercana: sirviendo, lavando los pies de los discípulos.
En Juan 13, cuando Jesús lava los pies de Sus discípulos, se da comienzo simbólico al camino de la cruz. En esa escena se dice que Jesús, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13:1). La expresión “hasta el fin” incluye la paciencia infinita y la compasión divina que soportan e incluyen incluso nuestra traición, rechazo e ingratitud. Ese amor de la cruz no busca darnos únicamente una lección moral o un consuelo, sino que constituye un suceso real que trae salvación y restauración. Cuando la humanidad avanzaba por el camino de la muerte a causa del pecado, el Señor entregó Su propia vida para darnos la vida eterna. Cuando confesamos “Yo amo a Jesús”, implícitamente reconocemos la realidad histórica de que “Él me amó primero”.
¿Por qué esta historia de amor tan extraordinaria y sacrificial es el ‘Evangelio’? El Evangelio no se limita a anunciar la existencia de Dios, sino que declara: “Dios nos amó de tal manera”. Y por ese amor, podemos ser salvados del pecado y recibir la vida verdadera. En Romanos 5, Pablo afirma: “Cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros, y así Dios prueba Su amor para con nosotros”. La salvación no es un logro de nuestras propias fuerzas, sino la gracia plena de Dios. Esa gracia se revela en el hecho de que Él tomó la iniciativa de amarnos. Al darnos cuenta de ese amor, respondemos con gratitud y dedicamos nuestra vida al Señor. Y así se va cumpliendo el Evangelio en nuestra existencia.
La Biblia señala que el amor que proclama no son meras palabras, sino que se expresa con ‘servicio’ y ‘sacrificio’ concretos. Cuando Jesús se sentó a comer con publicanos y pecadores, aun a costa de ser criticado por fariseos y escribas, no le importaron las censuras. Más bien, Él los buscaba, convivía con ellos, les señalaba su pecado y, a la vez, les ofrecía perdón y restauración. El amor verdadero es ese “amor que va al encuentro”, que se pone en marcha.
Si de verdad hemos conocido a Jesús, nosotros también deberíamos poder servir y acoger a las personas con ese amor. Al igual que Jesús, hemos de cuidar y acompañar a los pecadores, a los publicanos y a los más marginados y sufrientes de nuestro entorno. Allí se manifiesta de forma más palpable el amor de Cristo. Tal como el pastor David Jang ha enseñado en repetidas ocasiones, para que la Iglesia actúe como sal y luz en la sociedad, es imprescindible que se base en el amor sacrificial de Jesús y que salga a buscar concretamente a quienes necesitan ayuda. Cuando no nos limitamos a proclamar el Evangelio de palabra, sino que lo demostramos con nuestros hechos, la gente capta y comprende el verdadero sentido del Evangelio.
Todos debemos reconocer que en lo más profundo del corazón poseemos el sentir de un pastor. Puesto que Dios creó al ser humano “a Su imagen”, en nuestro interior habita la compasión hacia el necesitado y la inclinación a cuidar la vida frágil. La lógica del mundo suele dar más importancia a la mayoría representada por 99 ovejas, y concluye: “Es más importante el bienestar del grupo que la de un solo individuo”. Con tal mentalidad, puede parecer poco eficiente destinar recursos, tiempo y esfuerzo a ayudar a los marginados. Sin embargo, la lógica del Evangelio es todo lo contrario. El Señor presenta la historia del pastor que deja a las 99 ovejas en el campo para ir en busca de la que se perdió, subrayando así que “para Dios, ese único ser extraviado es sumamente valioso”.
2. El Evangelio para publicanos y pecadores
Lucas 15 muestra claramente este “corazón de Dios por cada vida”. En el versículo 1 leemos: “Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle”. Y en el 2: “Los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: ‘Éste recibe a los pecadores y come con ellos’”. En la sociedad judía, ‘pecadores’ no solo designaba a quienes transgredían normas religiosas o morales, sino a todos aquellos marginados que la mayoría rehuía. Pero Jesús no solo no los excluyó, sino que se sentó a la mesa con ellos y compartió su vida. Esto no solo rompió un tabú social, sino que sacudió profundamente la mentalidad de quienes conocían la Ley de Moisés.
Los fariseos y los escribas eran respetados en el ámbito religioso y social judío por su estricta observancia de la Ley. En su afán de “santidad” y “separación del pecado”, se distanciaban al máximo de los pecadores, hasta el punto de negarse a compartir comida con ellos. Sin embargo, Jesús derribó esa barrera al acoger a los pecadores y adentrarse en su realidad. El Evangelio se transmite de forma efectiva mediante este tipo de “encuentros inesperados”. No se proclama desde lejos: “Son pecadores, ¡arrepiéntanse!”, sino que se anuncia al acercarse, tomando de la mano y levantando a quien está caído.
En Lucas 15, las parábolas de la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo comparten el mismo tema: la perseverante voluntad de Dios de salvar a aquellos que parecen no tener valor y que viven sumidos en el pecado, y la alegría del reino de los cielos cuando esas vidas son restauradas. Jesús concluye estas parábolas diciendo: “Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento” (Lc 15:7). Esto se basa no en la lógica o la eficiencia, sino en el amor con el que Dios actúa.
En aquel entonces, los publicanos y las prostitutas eran el grupo más despreciado en el sistema religioso judío. Los publicanos eran tildados de esclavos del dinero, y las prostitutas, por el pecado sexual, eran objeto del mayor desprecio. Sin embargo, Jesús afirmó: “Os aseguro que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios” (Mt 21:31). Precisamente porque tenían muchos pecados, cuando recibieron el perdón experimentaron una gratitud y un gozo inmensos, y esa gratitud produjo un arrepentimiento genuino y una transformación completa de vida. Al igual que Pablo dijo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Ro 5:20), el relato subraya de forma paradójica cuán grande puede ser la gracia y la gratitud de quien era gran pecador y se arrepiente.
Este mensaje de amor y salvación sigue vigente hoy. A veces, la perspectiva del mundo es: “Hay que distinguir a la gente ‘válida’ de la que no lo es”, “Hay que invertir donde el beneficio sea mayor”. Incluso la Iglesia corre el peligro de adoptar este criterio y dar la bienvenida solo a los “más capaces” o a quienes “más poseen”, dejando de lado a quienes no tienen nada. Pero la esencia del Evangelio apunta en la dirección opuesta. El corazón de aquel pastor que busca a la oveja perdida es la verdadera esencia de la Iglesia que Jesús describió, y ese amor es el motor para rescatar a las almas perdidas.
Jesús reiteró la importancia de prestar atención a los más necesitados. Al final del discurso del Monte de los Olivos en Mateo 25, Jesús declara: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”. Con ello nos muestra claramente que lo que más desea de nosotros es “un interés y un amor concretos por los pobres y marginados”. Realizar ese amor es responsabilidad de la Iglesia, y a través de ello, extendemos el Reino de Cristo en este mundo. El pastor David Jang ha enfatizado repetidamente que, en la práctica misionera, el Evangelio no se limita a palabras, sino que debe ir acompañado de “obras” (deeds). Un Evangelio cuyos hechos no coincidan con sus palabras es un Evangelio a medias y no conmueve de veras los corazones.
Por lo tanto, cuando la Iglesia extiende la obra del Evangelio, la actitud fundamental que debe adoptar es “buscar a los más pobres y marginados y acercarse a ellos”. Lucas 15:4 dice: “¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la que se perdió hasta encontrarla?”. En esta pregunta, Jesús despierta en nosotros el “corazón de pastor” que todos poseemos de forma innata. Los fariseos y los escribas habían perdido ese corazón, por eso despreciaban a publicanos y pecadores, y criticaban a Jesús por comer con ellos. Pero en lo más profundo, nuestro ser es capaz de sentir esa compasión y anhelo por la oveja extraviada. El problema es que las preocupaciones de la vida, el afán del mundo o nuestro propio egoísmo llegan a reprimir ese sentir.
El Señor quiere que trascendamos dichas barreras. Cuanto más crece la Iglesia y se multiplican sus programas y recursos, más fácil es descuidar a la oveja perdida y dedicarse, por conveniencia y eficiencia, a las muchas ovejas que ya están dentro. Sin embargo, el Evangelio manda valorar cada alma individualmente. Y nos recuerda que cuando una sola de esas almas se arrepiente y regresa, en el cielo se arma la mayor fiesta.
En Lucas 15:5-6 leemos: “Y cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso; y al llegar a casa reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: ‘Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido’”. Cuando el pastor encuentra a la oveja perdida, siente un júbilo inmenso. Es un gozo muy distinto de la simple sensación de alivio por encontrar un objeto extraviado. Es la alegría de devolver la vida y de restaurar la relación, una felicidad incomparable.
Para agradar realmente a Dios, no podemos descuidar a las almas perdidas. Lo que más gozo produce en el cielo es que un pecador se arrepienta. El versículo 7 de Lucas 15 lo deja claro: “Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento”.
Debemos recordar, además, que el ‘arrepentimiento’ en la Biblia no es un mero remordimiento moral ni una confesión rutinaria de pecados. El arrepentimiento bíblico implica un cambio radical de rumbo, un giro en el objetivo y el sentido de la vida. Incluye reconocer el pecado, creer en el perdón de Dios y tomar la firme decisión de no volver atrás. Este arrepentimiento auténtico se produce conforme profundizamos en el amor de Dios. Porque cuanto más entendemos la magnitud del amor de Dios, más percibimos la gravedad de nuestro pecado y la grandeza de la gracia que nos ha sido dada. Esa gran conciencia de la gracia provoca una gratitud y una entrega natural, y nos convertimos en testigos del poder del Evangelio.
Pedro es un buen ejemplo de esto. Jesús sabía de antemano que Pedro lo negaría tres veces, pero aún así le dijo: “Y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lc 22:32). Allí encontramos la certeza de que, si bien Pedro pecaría, al arrepentirse llegaría a ser un testimonio aún mayor del amor de Dios. Esto nos da ánimo y esperanza. Aunque caigamos en el pecado, si nos volvemos al Señor con arrepentimiento sincero, Él puede usar incluso nuestra debilidad para impartir una gracia y un amor todavía mayores. Esta es la diferencia fundamental entre el mundo de la Ley y el mundo del Evangelio. En la Ley prevalece la norma: “Si pecaste, debes ser castigado”, pero en el Evangelio impera la confianza de Dios que dice: “Mediante el perdón, tú puedes transformarte”.
El pastor David Jang ha repetido en múltiples ocasiones que “la vida de Jesús, que acogió a publicanos y pecadores, es el modelo eterno de la Iglesia”. Según su enseñanza, para que la Iglesia sea el Cuerpo de Cristo, no debe ser un lugar cerrado para la gente, sino una casa siempre abierta que ofrezca oportunidades nuevas y mantenga sus puertas abiertas de par en par para que un alma en pecado pueda entrar y arrepentirse. Él también insiste en que la Iglesia de hoy ha de salir con más ímpetu a los lugares más desfavorecidos: acompañar a los pobres, a los enfermos, a los sintecho, a los inmigrantes, a los refugiados, etc., y servirlos, demostrando así el Evangelio de manera concreta. Esa es la misión de la Iglesia que vive el espíritu del “Evangelio para publicanos y pecadores”.
En la actualidad, cuando muchas Iglesias se hacen grandes y disponen de abundantes fondos, que el mundo secular reconozca su “éxito” no es malo en sí mismo. El problema es que esa prosperidad económica puede hacer que la visión se estreche, y que se acabe ignorando o despreciando al necesitado. Pero Jesús dijo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22:39). Esto no debe quedarse en una idea teórica. Como en la parábola del buen samaritano en Lucas 10, hemos de socorrer, en la realidad, al prójimo que yace herido y medio muerto, en vez de ignorarlo. Ese es el verdadero Evangelio y el rol que la Iglesia está llamada a desempeñar en este mundo.
Para cumplir con esa misión, no basta con los esfuerzos institucionales. También hace falta la entrega personal. Hay Iglesias que levantan escuelas en las misiones, ofrecen servicios médicos y educativos y se esfuerzan en mejorar la vida de la población local. El pastor David Jang, hablando de la celebración del 30 aniversario de la Iglesia, compartía la visión de construir 300 escuelas en países pobres, insistiendo en que el objetivo no es simplemente “edificar edificios”, sino “alcanzar a las almas perdidas y bendecirlas con los frutos concretos del Evangelio”. Si a través de dichas escuelas, los niños reciben educación, se libran de enfermedades y adquieren oportunidades para forjar su futuro, esto va más allá de un proyecto misionero: se convierte en la práctica misma de un Evangelio que “sale en busca de la oveja perdida”.
Así, el Evangelio nos abre ‘nuevos ojos’. Nos hace ver a personas que antes pasábamos por alto, compartir con ellas sus alegrías y tristezas, y hallar gozo al satisfacer sus necesidades. Es un mundo paradójico que la lógica secular no alcanza a explicar. Es un mundo donde dejas noventa y nueve ovejas por una, donde tiendes la mano primero a los pobres y enfermos, donde no se condena automáticamente al pecador, sino que se le abre la puerta para que se arrepienta y vuelva. Ese mundo es el Reino de Dios que anunciamos.
Cada día deberíamos meditar en estas palabras de Jesús: “¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la que se perdió hasta encontrarla?”. Y preguntarnos si en la práctica buscamos realmente a las ovejas perdidas y dedicamos nuestro tiempo y esfuerzo a ellas. Esto vale también dentro de la Iglesia. ¿Estamos desatendiendo, sin darnos cuenta, a los recién llegados o a quienes, por experiencias de fracaso y dolor, tienen el corazón cerrado? El Evangelio nos insta a extender la mano a esas personas en primer lugar.
El “Evangelio para publicanos y pecadores” no se refiere tan solo a criminales o a quienes han cometido pecados escandalosos, sino que parte de la enseñanza bíblica de que todos los seres humanos somos pecadores ante Dios y necesitamos Su gracia. Jesús mismo dijo: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lc 5:32). Estas palabras son, a la vez, un aviso para que nadie piense: “Eso no va conmigo, yo soy justo”. En realidad, todos somos “ovejas perdidas” incluidas en el plan redentor de Jesús, y Él nos buscó y nos amó “hasta el fin”.
El pastor David Jang suele plantear la pregunta: “¿Realmente tenemos el corazón de pastor para esa oveja perdida?”. Esta cuestión exige reflexión constante en la Iglesia. Ampliar templos o programas, o incrementar la membresía y las ofrendas puede ser importante hasta cierto punto, pero la tarea esencial y primaria es “ir en busca de los que están en lo más bajo y compartir con ellos sus alegrías y lágrimas, proclamando el Evangelio de manera tangible”. A menudo nos excusamos diciendo que no tenemos capacidades. Pero, como dijo Pedro en Hechos 3: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret…”, así nosotros también podemos obrar con convicción y valentía. El Evangelio, en sí mismo, es el mejor regalo y el mayor poder.
Cuando Dios ve el esfuerzo de quien busca a la oveja perdida, se alegra grandemente en el cielo. Y nosotros podemos participar de ese gozo. En Lucas 15, cuando el pastor encuentra la oveja perdida, invita a sus amigos y vecinos, exclamando: “¡Alegraos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido!”. La Iglesia es la comunidad que comparte ese gozo —el gozo de la salvación, el gozo del arrepentimiento y el gozo del perdón—, celebrando desde ahora la fiesta del Reino de los Cielos.
En conclusión, el Evangelio es “el Evangelio para publicanos y pecadores”. La vida y las enseñanzas de Jesús se resumen en el acto concreto de amor y entrega hacia los que estaban perdidos. Los publicanos y las prostitutas se arrepintieron y entraron al Reino de Dios, y los grandes pecadores que recibieron perdón sirvieron luego a Dios con agradecimiento mayor. Eso muestra la transformación radical que el Evangelio de Jesús produce. Debemos no solo comprender este amor a nivel intelectual, sino demostrarlo con nuestra vida cotidiana. Tal como recalca el pastor David Jang, “compartir la gracia que hemos recibido con los más débiles y marginados del mundo” constituye el llamamiento fundamental del Evangelio. Y no se trata de algo grandioso o imposible, sino que, cuando despertamos el “corazón de pastor” que ya anida en nuestro interior y seguimos las huellas de Jesús, ese servicio brota naturalmente.
Hoy en día, hay innumerables “ovejas perdidas” que sufren en medio del dolor y a las que solemos ignorar. Si la Iglesia es realmente una comunidad del Evangelio, tiene que salir a buscarlas. Los publicanos que están atrapados por el dinero, las prostitutas que fracasaron en el amor, los jóvenes que vagan sin rumbo, los enfermos en sus camas, los que están al borde de una decisión fatal: para todos ellos las puertas del Reino siguen abiertas, y la Iglesia debe acogerlos con el corazón de un pastor. Si el Evangelio para publicanos y pecadores se proclama hoy con fuerza a través de la Iglesia y la vida de los creyentes, y si el amor de Cristo se hace presente con acciones concretas que provoquen una transformación real, entonces en los cielos habrá un gozo indescriptible. Tal como dice el Señor: “Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento”. Esa es la vía para experimentar aquí y ahora la voz del Señor, y también la mejor prueba de que el amor es la esencia del Evangelio.
El pastor David Jang ora fervientemente para que la Iglesia coreana y la Iglesia en el mundo vuelvan a descubrir este “Evangelio para publicanos y pecadores”, y para que el poder del Evangelio provoque cambios reales en la sociedad y en los campos misioneros. Si en la ciudad y el campo, en países ricos o pobres, la Iglesia regresa al “corazón de pastor” que busca a la oveja extraviada, incontables vidas serán restauradas y el nombre de Dios recibirá gran gloria. Cuando cumplimos con esta vocación de amor, el Evangelio se hace patente en la vida cotidiana y se sigue expandiendo, haciendo que cada vez más pecadores experimenten arrepentimiento, perdón, sanidad y restauración. Así, la Iglesia se convierte en la verdadera esperanza para el mundo, y se hace evidente que el Reino de Dios está aquí y ahora. De esta forma, el Evangelio continúa extendiéndose y un número creciente de personas contempla el amor de Jesucristo y participa del banquete de la salvación.
Así pues, el Evangelio no es una simple enseñanza que se escucha; es la vida misma de Jesús que se sienta a la mesa con publicanos y pecadores. Porque Él nos amó primero, podemos conocer ese amor y comunicarlo. Por eso, el acto de salir a buscar la oveja perdida constituye el núcleo de la misión de la Iglesia y el canal por el cual el “Evangelio para publicanos y pecadores” se hace realidad en el mundo. Y para todos los que se entregan en ese camino —pastores, misioneros, creyentes—, Dios tiene preparada la alabanza: “Bien, buen siervo y fiel”. Confiamos en ello por la fe. Oremos sin cesar y demos pasos concretos para convertirnos en esa Iglesia y en esos creyentes que viven el Evangelio hoy.